20 marzo 2009
13 marzo 2009
Burro de uvas verdes
Aquel era el momento, pensó, mientras Lucía se llevaba una tortilla a la boca, introducía grandes bocados de tortilla con uvas verdes, no tenía buen sabor en lo absoluto, pero calmaba su ansia, era como placebo para la angustia. Siempre degustaba este platillo cuando estaba en apuros, en espera o indecisa.
Después de terminar dos burros de tortilla sobaquera con uvas, se levantó; en la mesa las migajas aparecían desparramadas por doquier, se inclinó un poco sobre la mesa, sacudió con la mano derecha las sobras y las sostuvo con la otra, se dirigió a la jaula de los pericos y las colocó dentro cuidadosamente. Los animalitos hicieron un ruido de molestia, acompañado de un movimiento brusco, al reconocer la mano, la ignoraron.
Estaba relajada. Era el momento. Regreso al interior de su casa, tomó las llaves y cerro con fuerza la puerta. Subió al auto, mientras manejaba, pensaba en al posibilidad de seguir comiendo a su regreso burros de uva. Se distrajo con la minifalda de un puto, de esos travestís guapísimos. Luz verde. Arrancó.
Aquella era una tarde blanca, con olor a tierra mojada, a hierba húmeda, día bonito. El aire era fresco, incitaba a fumar. El viento que entraba por la ventanilla despeinaba su melena rizada, la raíz comenzaba a marcar la diferencia entre el tinte y su verdadero color de cabello. Este día no le dio importancia, nunca se la daba pero hoy era feliz. Era feliz, indecisa pero feliz, nerviosa pero feliz.
Estacionó el auto, bajó y caminó hacia una banca en medio del parque, justo ahí era el lugar de la cita. Abrió su bolso color marrón que hacía juego con su traje sastre, el menos usado, escogido para este momento, buscó en el un colorete rojo, se puso en los labios y se apoyó en un espejito roto, por andar de un lado a otro en el bolso, sin uso. Iba a guardar el labial, cuando decidió poner un poco en sus mejillas, necesitaba color, su tez pálida, le daba un aspecto enfermo en su cara. Delineó también los ojos con tono negro y aplicó rimel de manzana. Acomodó todo en el bolso y lo colocó encima de sus piernas. Movió la cabeza de un lado a otro. No miró nada.
Ahí estaba, sentada en medio del parque aquel, con la cara alegre y los ojos llenos de oportunidades y momentos. Una gota de lluvia le golpeó su hombro. -No pasa nada, es poco antes de la hora, un momento-, pensó, una sonrisa ensimismada de nervios apareció en sus labios rojos. Nunca antes nadie la había invitado a salir. Nadie en la oficina le hablaba palabra que no fuese de trabajo. Nadie de sus vecinos la miraba.
El reloj marcaba cuarto para las cinco.
El reloj marcaba las cinco.
El reloj marcaba las cinco y cuarto.
El reloj marcaba tres horas más tarde. Estaba oscuro. La gente que hacía ejercicio y paseaba a sus mascotas comenzaba a irse.
El reloj marcaba… marcaba el tiempo de irse… marcaba el tiempo de un burro de uvas.
En una esquina del parque, entre dos robles de ancho pie, dos mujeres y un hombre se intercambiaban el pago de una apuesta.
Nunca nadie llego.